"La tarde casi noche" de Antonio Machado

viernes, 27 de agosto de 2010
Balada de los amantes al caer la tarde,
 el poema inicial de Noche, en la caligrafía de su autor.
Ilustración de Cecilio Testón


"La tarde casi noche" de Antonio Machado*

Los últimos vencejos revolotean
en torno al campanario;
los niños gritan, saltan, se pelean.
En su rincón, Martín el solitario.
¡La tarde, casi noche, polvorienta,
la algazara infantil, y el vocerío.
a la par de sus doce en sus cincuenta!

Así se inicia el penúltimo poema recogido por A. Machado en sus Poesías completas. Con el sintagma “La tarde, casi noche”, sin recurso retórico alguno, el poeta señala un fragmento del fluir temporal diario, indudablemente uno de los motivos poéticos más machadianos.
Junto a “ocaso” y “crepúsculo” (palabra que tanto vale para marcar la frontera entre la tarde y la noche, como la que separa la noche de la mañana), el diccionario registra algunas voces de significado próximo: “oscurecer”, “atardecer”, “atardecida”, “anochecer”, “anochecida”... Son palabras que tal vez estén a punto de perderse por culpa del feo neologismo “tardenoche” que desde hace años viene acuñado por el lenguaje periodístico.
El sufijo –ecer expresa proceso, transformación o cambio de estado: el panta rhei (“todo pasa”) heraclitano, tan de Machado y de sus complementarios, tiene su comprobación subjetiva en ese tiempo. Frente a las lentas horas de la siesta, por ejemplo, cuando el tiempo no parece moverse, el atardecer fluye con celeridad. La contemplación machadiana de ese tiempo fugitivo, cuando el camino “débilmente blanquea, se enturbia y desaparece”, es recurrente y su poetización suele coincidir con el clímax de muchos poemas. Y con varias focalizaciones: Una es el horizonte del oeste, cerrado por colinas, alcores, montañas, sierras...; otras son las realidades más cercanas al sujeto poético: el camino por donde avanza el viajero, los cristales del balcón cerrado, el espejo y, siempre, el estado anímico o la subjetividad emotiva del poeta.
Pero sigamos al hilo de los poemas. En el primero de Soledades –“El viajero”— la cuarteta inicial dice:

Deshójanse las copas otoñales
del parque mustio y viejo.
La tarde, tras los húmedos cristales,
se pinta, y en el fondo del espejo.

“La tarde se pinta”: Antonio Machado, aunque “prefiere lo vivo a lo pintado”, se sirve a veces de imágenes plásticas, y sus versos adquieren los modos de un cuadro de paisaje. Aquí el tono de melancolía que envuelve el poema se subraya con la nota del reflejo de las luces del ocaso en el espejo de la “sala familiar, sombría”. El poema recuerda uno posterior —“Fantasía iconográfica”— donde algunos críticos quieren ver la descripción poética del retrato del Cardenal Tavera del Greco, al que el poeta sevillano ha puesto un paisaje soriano muy de sus querencias:

Al fondo de la cuadra, en el espejo,
una tarde dorada está dormida.

Siguiendo con Soledades, Galerías y otros poemas, ¿cómo no atender a las cuartetas más conocidas, tal vez, de la poesía española de todos los tiempos? Me refiero al poema que empieza “Yo voy soñando caminos”. La tarde casi noche es ante todo una ligera pincelada, nuevamente con el adjetivo “dorado”, pero ahora aplicado no a la tarde, sino a las colinas que recogen los últimos rayos del sol:

Yo voy soñando caminos
de la tarde. ¡Las colinas
doradas, los verdes pinos,
las polvorientas encinas!...

Y después una metáfora léxica: “la tarde cayendo está” y el proceso del ocaso en su incidencia en la percepción del camino:

y el camino que serpea
y débilmente blanquea
se enturbia y desaparece

Muy distinto es el ocaso del poema XIII:

Hacia un ocaso radiante
caminaba el sol de estío,
y era, entre nubes de fuego, una trompeta gigante
tras los álamos verdes y las márgenes del río.

Angélica o no esa trompeta, Antonio Machado introduce aquí la imagen de la “gloria”, término que en la arquitectura de la catedral gótica coincide con el lugar del rosetón de la fachada oeste, donde se abren, precisamente, los pórticos de la gloria, y que en la terminología de la pintura significa «Rompimiento de cielo, en que se representan ángeles, resplandores, etc.» El crepúsculo envuelve a la ciudad en un mágico “fanal de oro transparente” y los arreboles coronan las colinas manchadas con lo grisáceo de los olivos y lo negruzco de las encinas. Ante una belleza tal, el poeta expresa su finitud mediante dos versos con ciertas resonancias de Pascal «de este rincón vanidoso, / oscuro rincón que piensa»–.
En el poema XV, el sol que muere se focaliza por vez primera en los balcones y sus reflejos preparan el ambiente para la aparición en un típico mirador andaluz de una figura femenina soñada o recordada o real (“el óvalo rosado de un rostro conocido”). El poeta —¿rondador, amante platónico secreto?— se aleja apesadumbrado (“Pesa y duele el corazón”). Y también por vez primera la presencia de Venus, el lucero vespertino, con el que termina el poema: “En el azul, la estrella”. En otros lugares es “lucero diamantino”, “lágrima en el azul celeste”, “estrella clara”.
En el poema “Horizonte” (XVII), la “gloria” termina en sangre:

La gloria del ocaso era un purpúreo espejo,
era un cristal de llamas, que al infinito viejo
iba arrojando el grave soñar en la llanura...
Y yo sentí la espuela sonora de mi paso
repercutir lejana en el sangriento ocaso,
y más allá, la alegre canción de un alba pura.

Las campanas, con el toque del ángelus vespertino, o tal vez, mejor, con el toque de ánimas o el que convoca al rosario (ya irán a su rosario las enlutadas viejas - XCVIII) acompañan el apagarse de los arreboles (XXV):

¡Tenue rumor de túnicas que pasan
sobre la infértil tierra!...
¡Y lágrimas sonoras
de las campanas viejas!
Las ascuas mortecinas
del horizonte humean...
Blancos fantasmas lares
van encendiendo estrellas.
—Abre el balcón. La hora
de una ilusión se acerca...
La tarde se ha dormido
y las campanas sueñan.

Sueñan las campanas o la tarde o el yo poético: a las personificaciones del atardecer acompañan en notas impresionistas diversos elementos contextuales, como los cangilones de la noria o las campanas.
Así en el romancillo donde se cuenta la historia de la hermanita, pequeña y rosada, que cosía y que un día miró a la ventana del poeta. La mayor anuncia su muerte con estos cuatro versos:

Señaló a la tarde
de abril que soñaba,
mientras que se oía
tañer de campanas.

O la estatua de Cupido en la fuente, como en este sobrio e impresionante poema:

Las ascuas de un crepúsculo morado
detrás del negro cipresal humean...
En la glorieta en sombra está la fuente
con su alado y desnudo Amor de piedra
que sueña mudo. En la marmórea taza
reposa el agua muerta. (XXXII)

Metáfora persistente es la de la hoguera mortecina:

La tarde está muriendo
como un hogar humilde que se apaga.
Allá, sobre los montes
quedan algunas brasas.

En ocasiones la idealización se logra mediante imágenes religiosas:

(XXVII) La tarde todavía
dará incienso de oro a tu plegaria...
Y en otro poema (LI)
Lejos de tu jardín quema la tarde
inciensos de oro en purpurinas llamas,
tras el bosque de cobre y de ceniza.

Con frecuencia el texto parece preparar un escenario para que funcione con fuerza un final desnudo de recursos literarios, pero pleno de sentimiento, como en el siguiente:

El sol que aturde y ciega,
tórrido sueño en la hora de arrebol;
el río luminoso el aire surca;
esplende la montaña;
la tarde es polvo y sol.
El sibilante caracol del viento
ronco dormita en el remoto alcor;
emerge el sueño ingrave en la palmera,
luego se enciende en el naranjo en flor.
La estúpida cigüeña
su garabato escribe en el sopor
del molino parado; el toro abate
sobre la hierba la testuz feroz.
La verde, quieta espuma del ramaje
efunde sobre el blanco paredón,
lejano, inerte, del jardín sombrío,
dormido bajo el cielo fanfarrón. 
......................................................
Lejos, enfrente de la tarde roja,
refulge el ventanal del torreón. (XLV)

La presencia de la muerte confundida con la mujer misteriosa que funde sus pasos con el eco de los pisadas del poeta acompaña el declinar del día. El poema se titula «Los sueños malos» (LIV).

Está la plaza sombría;
muere el día.
Suenan lejos las campanas.
De balcones y ventanas
se iluminan las vidrieras,
con reflejos mortecinos,
como huesos blanquecinos
y borrosas calaveras.
En toda la tarde brilla
una luz de pesadilla.
Está el sol en el ocaso.
Suena el eco de mi paso.
—¿Eres tú? Ya te esperaba...
—No eras tú a quien yo buscaba.

¿Y la deliciosa soleá en que tanto se dice con tan pocas palabras?:

¡Y esos niños en hilera,
llevando el sol de la tarde
en sus velitas de cera! (LXVI)

El poema LXXIII está integrado por los más frecuentes motivos vespertinos de Machado: campanas, el atardecer visto pictóricamente, Venus y la ensoñación lírica —elementos todos ellos de suma levedad— frente a la pesadumbre arquitectónica de la iglesia.

Ante el pálido lienzo de la tarde,
la iglesia, con sus torres afiladas
y el ancho campanario, en cuyos huecos
voltean suavemente las campanas,
alta y sombría, surge.
La estrella es una lágrima
en el azul celeste.
Bajo la estrella clara,
flota, vellón disperso,
una nube quimérica de plata.

En 1937, en un texto sobre la filosofía de Heidegger, Antonio Machado nos da alguna clave del simbolismo de muchos de sus versos sobre la “tarde, casi noche”: «La angustia, a la que tanto han aludido nuestro Unamuno y, antes, Kierkegaard, aparece en estos versos —y acaso en otros muchos— como un hecho psíquico de raíz, que no se quiere, ni se puede, definir, mas sí afirmar como una nota humana persistente, como inquietud existencial (Sorge), antes que verdadera angustia (Angst) heideggeriana, pero que va transformándose en ella». Lo escribe a propósito del siguiente poema (LXXVII):

Es una tarde cenicienta y mustia,
destartalada, como el alma mía;
y es esta vieja angustia
que habita mi usüal hipocondría.
La causa de esta angustia no consigo
ni vagamente comprender siquiera;
pero recuerdo y, recordando, digo:
—Sí, yo era niño, y tú, mi compañera.

Machado, tan parco siempre en el uso de los adjetivos, carga la mano aquí con tres preñados de negatividad: cenicienta, mustia, destartalada. En el poema LXXIX se espesan aún más las tintas existenciales:

Desnuda está la tierra,
y el alma aúlla al horizonte pálido
como loba famélica. ¿Qué buscas,
poeta, en el ocaso?
¡Amargo caminar, porque el camino
pesa en el corazón! ¡El viento helado,
y la noche que llega, y la amargura
de la distancia!... En el camino blanco
algunos yertos árboles negrean;
en los montes lejanos
hay oro y sangre... El sol murió... ¿Qué buscas,
poeta, en el ocaso?

Dice el refrán que el sol sale para todos. También se pone para todos. Para el buen burgués (que), en su balcón enciende / la estoica pipa en que el tabaco humea (XCI) y para los niños del hospicio provinciano (C) como en estos conmovedores alejandrinos:

Mientras el sol de enero su débil luz envía,
su triste luz velada sobre los campos yermos,
a un ventanuco asoman, al declinar el día,
algunos rostros pálidos, atónitos y enfermos.
a contemplar los montes azules de la sierra.

Y, finalmente, llegamos a Baeza. Por aquí, haciendo camino al andar, desde el tren o desde el carricoche tirado por dos pencos matalones, asistimos al redescubrimiento —o, con palabras del poeta, a los despojos del recuerdo— de Andalucía. ¿Qué aporta ahora el paisaje a la poesía de Machado? En el campo léxico, flora y fauna. Flora natural o cultivada: vides, ciruelos, palmeras, naranjales, el limonero polvoriento, nardos, espartales, albahaca, hierbabuena, alcaceles, cardizales, trigales, olivares, el ramojo de la poda... Unas pocas palabras para la fauna: borriquillos, yuntas tirando del arado, mariposas, un perro, una lechuza... El léxico del paisanaje tampoco es abundante: olivareros, braceros —los que generan, siembran y labran—: son las “buenas frentes sombrías / bajo los anchos sombreros”, en contraste con los de “amargo rezo”, con los de “la mano ociosa”... Y la insistencia en la configuración del paisaje con tres notas repetidas: los cortijos dispersos, los olivares en las lomas y una red de caminitos blancos...
Y, sobre todo, la tensión lírica se manifiesta en la contemplación del poniente. El campo andaluz, especialmente percibido a la hora del ocaso, le embrujó sin duda, tal vez porque, con versos de Antonio Carvajal, «No sabe qué es la luz / quien no ha visto estos montes de poniente.» En «Caminos» (CXVIII), uno de los poemas de Baeza, nuestro poeta sale de la ciudad tras las murallas viejas. Contempla la tarde silenciosa, se demora en la visión de los alegres campos baezanos: huertas, olivares, viñas, el Guadalquivir, los olmos de la carretera, la sierra, el viento, los caminos blancos en busca de los caseríos... En el centro del poema, la “tarde, casi noche”:, que ahora, en lugar del lucero diamantino del ocaso viene acompañada por una luna en plenilunio, jadeante y amoratada. El poema termina con el recuerdo punzante de Leonor: «¡Ay, ya no puedo caminar con ella!»
En una de las Viejas Canciones, nuevamente la luna, o con sus palabras “un albor de luna en el cielo azul”, es frontera de la noche:

Ya había un albor de luna
en el cielo azul.
¡La luna en los espartales,
cerca de Alicún!
Redonda sobre el alcor,
y rota en las turbias aguas
del Guadïana menor.
Entre Úbeda y Baeza
—loma de las dos hermanas;
Baeza, pobre y señora;
Úbeda, reina y gitana—,
Y en el encinar
¡luna redonda y beata,
siempre conmigo a la par!


Inquietud existencial —decíamos con palabras de Machado— antes que verdadera angustia, pero que va transformándose en ella. Con esta interpretación del simbolismo de “la tarde casi noche” quiero cerrar mis palabras. La angustia plena —la que nutre la conciencia de que el hombre es un ser para la muerte— la reserva para su complementario Abel Martín, si no nos equivocamos en la interpretación de su último poema, donde el ocaso le ofrece «un nihil de fuego escrito / tras de la selva huraña / en áspero granito».
Y sin embargo, el último verso, el que se encontró, después de su muerte, en un bolso de su gabán es muy de otro signo: «Estos días azules y este sol de la infancia.» Una rotunda afirmación de la vida, de que el hombre es también un ser para admirar la belleza de los días que suelen terminar en espléndidos atardeceres, como aquel que le sedujo aquí en Baeza: «esta tibia tarde de noviembre / tarde piadosa, cárdena y violeta.»
Baeza, 15 de diciembre de 2005


Francisco Álvarez Velasco


* Palabras pronunciadas por el autor al recibir el IX Premio Internacional de Poesía "Antonio Machado en Baeza"